¿Por qué se persigue a una planta, a un ser vivo, para su erradicación en una determinada geografía? La respuesta es por ser una especie invasora, alejada de su hábitat natural, y sobre todo, por haber sabido aprovechar las condiciones ambientales -especialmente las propiciadas por el ser humano- para extenderse de forma desenfrenada hasta convertirse en plaga. ¿Qué riesgos, qué problemas genera su presencia? Muchos y diversos, de orden medioambiental, económico y social. ¿Y cómo combatir su proliferación, como suprimir la especie de forma eficaz y lógica? Surgen entonces las dificultades… No buscamos, surcando las aguas, la huella del eucalipto, del lucio o de la trucha arcoiris, dañinos ejemplos de especies invasoras, amnstiadas por la legislación por motivos inconfesables, sino la presencia de una planta de agua dulce, adaptada de forma asombrosa por la evolución para implantarse y reproducirse en aguas estancadas y cálidas, muy alejadas de su lugar de origen, las zonas tropicales del Nuevo Mundo, los cursos de agua del Amazonas. Es el Eichhornia crassipes (*), el Jacinto de agua, también llamado aguapé o lampazo, últimamente conocido como camalote, un vocablo que, en realidad, nombra las islas flotantes que el jacinto de agua provoca junto a otras plantas de toda variedad y especie. Una palabra, camalote, que basta ser mentada para poner en alerta a quien sepa de las condiciones del tramo extremeño del Guadiana, en particular desde las Vegas Altas hasta más allá de la frontera ente España y Portugal…